La Tierra bien vale unas risas (No viajo en avión, y tú no deberías)

Habitualmente tengo que viajar por España. Generalmente son viajes

Mi amigo el TrenHotel foto: www.sextraestrella.com (gracias)
Mi amigo el TrenHotel foto: http://www.sextraestrella.com (gracias)

cortos, incluso de ida y vuelta en el día, y no siempre a distancias cortas. Y tengo una costumbre que genera no pocas risas por debajo de la nariz de algunos de mis amigos: procuro viajar siempre en tren.

Reconozco que no es una cuestión puramente de conciencia ambiental, hay un ingrediente de respeto, de miedo y de que no acabo de ver claro el tema «cielo lleno de máquinas»; sin embargo, creo que cada día más, el peso que tiene en mi decisión el hecho de que resulta infinitamente más sostenible viajar en tren, es mayor.

De hecho, el otro día, y tras otra sesión de risitas respecto de mi miedo a volar y mi preferencia por viajar en tren, fui a echar un vistazo a una calculadora de emisiones de CO2 por viajero para darles un argumento contundente respecto de mi decisión y las emisiones que esta comportaba. ¿Cuál sería el resultado si dos personas hiciéramos un mismo viaje optando yo por el tren (Trenhotel, 9 horas nocturnas por trayecto [ese largo tiempo de viaje aún provocaba más risas] durmiendo plácidamente) y la otra persona por el avión (ida y vuelta en el avión, una hora y poco en vuelo, más dos horas de embarques, y otra de traslados al centro de las ciudades)? En primer lugar el precio sería prácticamente el mismo, con diferencias de menos de 10 euros.

Según la calculadora de CO2 de Arboliza.es:
Tren — 600 km — 9 horas ida— 9 horas vuelta (nocturnas) : 13,8 kg de CO2 en el ambiente.
Avión– 600 km– 3,5 horas ida— 3,5 horas vuelta (diurnas): 272 kg de CO2 en el ambiente.

Podría decir la típica frase de ‘¿quién ríe ahora?’, pero, desgraciadamente, de momento hay poca gente a la que estas cifras impactan realmente. Viajar en avión contamina la atmósfera 20 veces más, pero el tiempo que tardo viajando en él no es veinte veces menor que el tiempo que tardo en el tren más lento del que se puede disponer en España. Es más, tratándose de un Trenhotel, no hago más que aprovechar las horas nocturnas para desplazarme, lo que me permite disfrutar del día entero en mi destino.

Hagamos lo mismo pero con un tren de alta velocidad, en lugar de con un Trenhotel, que, cómo decíamos, es el tren más lento de larga distancia de los que disponemos en España. Calculemos un trayecto Madrid-Barcelona, de ida, por ejemplo, que también son unos 600 km. El avión emitiría 136 kg de CO2 por trayecto, y el AVE 7,4 kg. Algo más que el Trenhotel, pero, de nuevo, infinitamente menos que el avión. Y en este caso, los tiempos de trayecto son prácticamente iguales.  No sé si hacen falta más demostraciones.

Si miramos el mismo trayecto (600 km) en coche, veremos que con un gasolina se emitirían 84 kilos y con un diésel 96. Mejores resultados que el avión, está claro. Pero imbatibles ante el tren.

No entraré ya en otras cuestiones, como el placer que supone viajar en tren, poder caminar por el convoy, ir a la cafetería y tomarte algo, ver el paisaje, ver una película (a veces, buena y todo), trabajar con el ordenador, o en mi caso, dormir en movimiento que es algo que me encanta.

Si lo enfocamos desde un prisma puramente ecoconciente, viajar en tren reduce las emisiones de CO2 y a día de hoy, con los servicios de AVE que hay en España y otros países, y a falta de urgencias, bien vale perder un par de horas más (o dedicar horas no laborables) en un viaje que va a reducir de forma tan drástica nuestra huella.

No decimos que no se viaje en avión. Está claro que, por ejemplo, ir a Argentina en barco son meses de viaje (aunque probablemente implicara la mitad de gasto de CO2 que en avión). Pero viene siendo hora de que nos planteemos usar el avión, y cualquier otro medio de transporte altamente emisor solo cuando no tengamos más remedio.

Para que esto no suene a diatriba contra el avión de una miedica (y reconozco que lo soy), cabe recordar que, por ejemplo, y siempre según Arboliza.es , hacer un recorrido de unos 20 kilómetros -que es lo que hay de mi casa al trabajo- diariamente (dos trayectos), emite medio kilo de CO2 si lo hago en metro/cercanías y más de 5,5 kilos si lo hago en coche. Pensad en esas emisiones al cabo de un mes:
Metro/Cercanías  0.5 kg x 24 días laborales = 12 kilos de CO2 al mes
Coche gasolina   5,6 kg x 24 días laborales = 134.4 kilos de CO2 al mes

Para verlo más gráficamente: Si un árbol grande y vigoroso fija unos 90 kg de CO2 al año, las emisiones mensuales de un trayecto diario al trabajo en coche precisarían de 18 arboles grandes, filtrando a tope. Un viaje en Cercanías, solo 2 (90 kg al año son 7,5 kilos al mes, en un calculo grosso modo y reconozco que es un poco patatero). El viaje en avión de 600 kilómetros necesitaría 1133 árboles vigorosos trabajando a tope durante un día. 1133 árboles por cada pasajero. Unos 70.000 árboles si contamos que en un avión normalito viajen 60 personas. Casi tres veces Central Park. O la misma cantidad de árboles que se deforestan diariamente en Paraguay.

En resumen, que me encanta que mis colegas se rían de mí por debajo de la nariz cuando decido hacer cualquier viaje, por largo que sea, en tren. Me encanta que se lleven las manos a la cabeza si les digo que prefiero ir de Madrid a París sobre raíles, aunque me cueste 10 horas largas y cambiar de tren en Hendaya. Que prefiero sentarme cómodamente a mirar el paisaje en un Alvia, a estar corriendo por interminables pasillos y arcos detectores en un aeropuerto lejos del centro. Que prefiero dormir en mi literita 9 horas a desgastar casi 700 campos de fútbol de árboles, usando esa comparativa de medidas un poco chusquera, pero tan típica de la prensa, de un campo= una hectárea.

Se ríen, pero algún día conseguiré que también se paren a pensar cuál es su papel en la destrucción de la atmósfera. Y qué sencillo sería dividir por 20 su huella. Solo tendrían que dejarse de reír, y probar el placer del tren.

¿Acabará el chocolate con otros cientos de variedades de frutas, verduras y cereales?

chocolateConocemos a pocas personas a las que no les guste el chocolate. Dulce, rico en antioxidantes, y con un innegable punto sensual, el consumo de este delicioso alimento se ha multiplicado coincidiendo con la llegada de los países emergentes a un nuevo status económico. Y es que el chocolate tiene su parte de identificación con el lujo y el placer.

El aumento de la demanda mundial de chocolate se ha incrementado en un 32% en relación con la misma hace 10 años, según el Wall Street Journal. Lo que es una buena noticia para sus agricultores, ya que los precios vienen subiendo de forma ininterrumpida en los últimos 29 meses…. Oh wait! No es una buena noticia para los productores, sino para los importadores, ya que, como indica la FAO en uno de sus últimos informes sobre la producción mundial de cacao:

«Uno de los principales obstáculos que han impedido la expansión de la elaboración de los granos de producción local no ha sido la capacidad transformadora en sí misma sino el alto grado de integración vertical de las empresas multinacionales de la industria del cacao y del chocolate, que en su mayor parte están desde hace muchos años en los países importadores. Lo que más necesitan los países productores son conocimientos técnicos eficaces y sofisticados en materia de comercialización. Mientras no se resuelva este problema, la ventaja de la adición de valor continuará distribuyéndose principalmente entre los países importadores tradicionales del cacao en grano y los ingresos de los productores seguirán siendo bajos». Perspectivas a Plazo Medio de los Productos Básicos Agrícolas, FAO 2010.

Un incremento del precio y la demanda de cacao podría llevar tanto a las multinacionales compradoras como a los propios países productores a plantearse la posibilidad de eliminar otros cultivos menos productivos económicamente y volcarse en el cacao, más rentable y con mejor mercado que otros productos. En este documental podéis comprobar las condiciones en las que se trabaja actualmente en las plantaciones de cacao, incluida la explotación infantil.

Algo parecido a lo que sucede con el maíz en Estados Unidos. Actualmente, la superficie dedicada a la producción de este cereal representa un 24% (es decir, un cuarto) del total de superficie agrícola del país. Otro cuarto está dedicado a la soja. Ambos cereales, con infinidad de usos tanto en la industria alimentaria como en muchas otras, resultan muy rentables  lo que ha ido relegando a otros cultivos, hasta el punto de que, solo en Estados Unidos, de las 15.000 variedades de manzana  que existían a principios del siglo pasado, apenas quedan en las estanterías de los súpers unas 11 variedades.  Y eso que la manzana es considerada, prácticamente, la fruta nacional. Actualmente, diversas iniciativas intentan rescatar esas variedades perdidas mediante campañas de sensibilización.

No sólo Estados Unidos ha perdido una cantidad asombrosa de variedades de manzana -y estamos hablando de un solo país y de un solo producto- sino que en todos los países han desaparecido infinidad de variedades hortifrutícolas que no «daban el perfil» en una industria en la que se ha olvidado lo local y donde el objetivo es que solo sobrevivan aquellas especies capaces de durar mucho, viajar lejos y tener siempre aspecto casi de frutas de cera.
Sin olvidar las tácticas monopolistas de compañías semilleras como Monsanto, que han logrado hacerse con patentes de variedades de frutas, verduras y vegetales que deberían pertenecer a la Humanidad, pero en cambio, por todo tipo de malabarismos legales, son de su propiedad.

¿Sabíais que las zanahorias realmente son moradas? Como se explica en este artículo de Jardinería On, estos simpáticos y ligeros vegetales eran de cólor púrpura, y se convirtieron en naranjas mediante la manipulación humana en Holanda, con la intención de que fuera un vegetal digno de la corte de los Orange.

Para haceros una idea del nivel de especies que se han quedado en el camino, y que, quién sabe si tabla de variedades frutas y verduras desaparecidasno hubieran podido enriquecer nuestra gastronomía o solucionar problemas de escasez alimentaria, os adjuntamos este gráfico que publicó National Geographic en el que se contabilizan las variedades que ya no se cultivan de diversas frutas y verduras.

Resulta llamativo que, a más usos y mayor comercialización de un producto, menor es el número de variedades disponibles. Algo así como que en algunos casos -remolacha, maíz- solo han sobrevivido los más fuertes, los más rentables. Y ya ni hablemos de los OGM, que en el caso del maíz son, cada día más, variedades caníbales que van a reducir aún más la lista de supervivientes (sin entrar en las consecuencias a largo plazo que tenga el uso de productos genéticamente modificados).

No estamos hablando de ciencia ficción, sino de lo que pasa cada día en nuestras tiendas habituales. No hace tanto, resultaba prácticamente imposible encontrar una chirivía en el Mercado de Maravillas de Madrid (de hecho, había incluso tenderos que no sabían qué eran o que las confundían con las chirimoyas [!!!] ).

La creatividad gastronómica y los productores ecológicos locales están recuperando algunas especies con mucho esfuerzo. De hecho, esas zanahorias moradas de las que os hablábamos las podemos localizar ya en algunos mercados españoles, y no es difícil encontrar en tiendas de producción biológica productos como el colirrábano o el colinabo (que asustan a más de uno, pero que son realmente deliciosos cuando se aprende a usarlos) o las acelgas rojas. Y qué decir de las tagarninas, típicas del Sur de España, deliciosas. También la slow food está devolviendo protagonismo a cerales como la espelta o el kamut y legumbres como la almorta.

No hay que temer a los alimentos. Si lo ves en la tienda y no lo has probado nunca, cómpralo. Internet, ese gran zoco, te surtirá con recetas y modos de preparación para que descubras nuevos sabores, amplíes tu abanico de posibilidades culinarias, y de esta manera hagas tu dieta más rica y variada, a la vez que salvas una parte de nuestra herencia agrícola.

Volviendo al principio, si dispusiéramos de más variedades, controláramos nuestras ‘modas’ alimentarias incluyendo más productos y más variados, la demanda se dispersaría, los productores tendrían más donde elegir y la riqueza se repartiría. Nadie tendría que renunciar a cultivar nada para sustituirlo por otro cultivo más rentable. Quizás suene utópico e incluso ingenuo, pero no imaginamos un mundo en el que todo se reduzca a comer chocolate, trigo, maíz y soja [probablemente transgénicos y seguramente procesados].  ¡Qué gordo se nos pondría el trasero! ¡Qué tristeza!

El Día Mundial contra el Calentamiento Global

global warming

global warmingDicen los expertos que cada día se gasta cerca de un billón de dólares para luchar contra el calentamiento global. Pero los cálculos indican que es solo es la mitad de lo que sería necesario para conseguir de forma efectiva, al menos, frenar el aumento de temperaturas que está viviendo nuestro planeta a causa de los efectos de los gases invernadero.

Efectivamente, financieramente se está haciendo un esfuerzo por promocionar la energía limpia desde los gobiernos e instituciones superiores, como la Unión Europea, pero como en prácticamente todo lo que se refiere a Don Dinero, este esfuerzo tiene dos caras. Un ejemplo es como el comisionado sobre la energía de la UE, Gunther Oettinger, tuvo que dar explicaciones sobre por qué había intentado que su equipo borrara algunos datos sobre los subsidios que la UE da a las empresas explotadoras de combustibles fósiles, que, al parecer, superan y en mucho, los esfuerzos en contra del calentamiento global. Supuestamente, y según cálculos de expertos en 2011,  las cifras podrían estar en un 70%-30% a favor de energías como el carbón, el petroleo o la nuclear. Es decir, las energías limpias reciben subsidios y apoyo, pero nunca superiores a las energías fósiles o nucleares, en las que las empresas que las explotan siguen siendo poderosamente apoyadas.

Pero este blog está orientado a los ciudadanos, que si bien, ejerciendo su voto u organizándose pueden reclamar a sus gobiernos una gestión sensata de la energía, desde la reducción de uso de las energías fósiles hasta la reconversión de sectores como el del carbón siguiendo criterios sostenibles, poco pueden hacer a estos niveles, llamémosles, macroenergéticos.

En cambio, queda mucho por hacer en lo que respecta a nuestras actitudes cotidianas. Por ejemplo, no deja de sorprendernos que en una ciudad como Madrid haya aún tantísimos edificios cuya calefacción es de carbón, mientras que en otras ciudades, ese combustible ya ha sido totalmente eliminado. Cambiar la calefacción de un edificio tiene un alto coste, pero eliminar la boina de nuestras ciudades no debería ser la última prioridad de una escalera de vecinos. Al fin y al cabo, ese calor extra (a veces, y reconozcámoslo, en muchos edificios totalmente exagerado, no tiene mucho sentido que en invierno la gente vaya por casa en manga corta, nadie se muere por ponerse un pantalón de felpa) puede suponer un coste de salud muy muy elevado a los propios vecinos. No hoy ni mañana, pero el aire de la ciudad lo respiramos todos.

Gestos tan sencillos como no comprar electrodomésticos que se queden en standby, no dejar los calentadores de agua encendidos siempre, utilizar el transporte público o compartir el coche, pueden reducir considerablemente la emisión de gases de efecto invernadero, y por tanto, mejorar la calidad del aire, y proteger  ya no solo la capa de ozono, sino el mismo clima del planeta, que poco a poco, se va modificando y que, según los expertos, como los investigadores de la Universidad de Oxford, pueden provocar un aumento de las catástrofes naturales en todo el planeta. Ah, ya, claro, pero a ti no te va a tocar ¿no? ¿Estás seguro?

Nosotros podemos hacer cosas a nivel individual, que como pequeños granos de arena acaben conformando una playa y ayuden rebajar la temperatura del planeta. Como decíamos antes, compartir transporte o usar transporte público, reducir el gasto energético en el hogar, con bombillas de bajo consumo o con electrodomésticos eficientes (A+), aislar nuestros hogares para reducir (o incluso eliminar) el consumo en calefacción, comprar localmente, para reducir las emisiones por los largos transportes o o proteger los bosques, tanto replantando, como evitando usar madera/papel sin certificado FSC, son pequeños buenos hábitos adquiribles que van a contribuir a una mejora de la situación.

Desgraciadamente, a día de hoy poco podemos contar con los gobiernos para que nos ayuden. Al menos, con el gobierno español, que, imaginamos que presionado por las compañías eléctricas, ha decidido gravar a los ciudadanos que generen su propia energía limpia en lugar de apoyar estas iniciativas… Confiamos que un día u otro entren en razón.

Nos consideramos éticos, consumimos sin escrúpulos

ethical consumerism consumo ético y responsable

ethical consumerism consumo ético y responsable¿Por qué miles de personas salen a manifestarse a favor de los agricultores españoles pero todo el mundo compra naranjas marroquíes o argentinas? ¿Por qué en las asambleas del 15-M se criticaba el sistema financiero pero casi ninguno de los asambleístas tenía su dinero en la Banca Ética? ¿Por qué nos llevamos las manos a la cabeza cuando sabemos de un incendio en una fábrica de ropa en Bangladesh o se libera a ciudadanos chinos explotados en talleres textiles, pero seguimos comprando en las grandes cadenas que producen en esos lugares? ¿Que nos lleva a dar lecciones con nuestra opinión y a suspender el examen con nuestro comportamiento?

Actualmente diversas universidades de todo el mundo estudian precisamente este fenómeno. Somos más éticos «de boquilla», pero no actuamos en consecuencia. Sabemos lo que es políticamente correcto opinar, y en muchos casos coincidimos con esa opinión de forma expresa, no solo por convención, pero a la hora de actuar «algo» nos frena. Cuando se nos pregunta sobre nuestras convicciones, coincidimos en considerar intolerable la explotación infantil o la explotación de trabajadores, mostramos preocupación por la contaminación o el medioambiente, nos concierne la durabilidad y calidad de los productos, el crecimiento de la economía local… Pero a la hora de coger el cesto de la compra no nos informamos de si lo que compramos cumple con esas convicciones y simplemente, nos dejamos llevar por otras circunstancias.

El tema de este post surgió de una conversación con nuestros amigos de Biocottoniers, que reconocían que, si bien se detecta más interés en la moda ética, cuesta venderla, aunque los precios sean más o menos competitivos. Clientes potenciales por su discurso no acaban finalmente comprando la ropa que sería coherente con sus convicciones.

¿Dónde está la fractura? ¿Qué nos frena? Comienza a haber estudios sobre el perfil de los comportamientos de consumo, como el publicado en el Journal of Business Ethics y conducido por Oliver M. Freestone y Peter J. McGoldrick , Motivations of the Ethical Consumer, que estudia las convicciones y las motivaciones negativas y positivas que se producen en el proceso que va desde el convencimiento «mental» hasta la compra efectiva. Aunque lo hemos leído bastante en diagonal (la falta de conocimientos y de tiempo no nos permite hacer un análisis más profundo) , sí que hemos podido observar algunas datos sobre qué elementos son los que más contribuyen a no completar el proceso. Entre ellos destacan que el hecho de tener que discernir qué productos son éticos hace menos cómoda la compra, o incluso que el acto de ir de compras es  menos divertido si se tienen que tener en cuenta variables como el país de producción, el material que se usa, etc.

Hay otros elementos más sociales, como la creencia de que intentar presionar a las grandes empresas para que tengan en cuenta estos elementos no conduce a ninguna parte, que sería una molestia tener que preocuparse de esas cosas cuando estamos comprando, o que nuestro entorno puede pensar que somos poco modernos por pensar en estas cosas. Tampoco parece tener demasiada aceptación un escenario en el que se limitara o prohibiera la comercialización de productos que no tuvieran en cuenta cuestiones como el comercio justo, la sostenibilidad, la dignidad laboral, etc.

Ethical intentions, unethical shopping baskets, de Carrington, Neville y Whitwell, de la Universidad de Melbourne, apunta a una serie de condicionantes, entre ellos el contexto situacional que incluye elementos como el entorno físico, el entorno social, la perspectiva temporal, la definición de tareas o situaciones del momento (como el estado de ánimo o la presencia o ausencia de capacidad económica).

Estos estudios se enfocan en definir los comportamientos con la intención de abrir el camino hacia nuevos trabajos que pueda identificar las causas exactas, donde se rompe la cadena. En el de Freestone y McGoldrick ya se apunta que se puede hablar de un punto crítico en el que las motivaciones positivas superan a las negativas, pero ¿cómo lograr llegar a ese punto cuando los condicionantes exteriores se antojan tan poderosos, según Carrington, Neville y Withwell?

En este punto, en Sentido y Sostenibilidad somos del parecer que hay varios factores a tener en cuenta. Por un lado, ser autocríticos.  Poniéndonos del lado del consumidor no ético, la industria ética y el consumo responsable aún arrastra vicios de un pasado en el que el público objetivo de estos bienes estaba enmarcado en una forma de pensar, actuar y vivir muy concreta y, en cierto modo, aislada del resto de la sociedad en tanto en cuanto despreciaba los comportamientos de la misma.

O lo que es lo mismo, aún a día de hoy hay demasiada ropa de comercio justo o ropa ética con aspecto «etniquero» o que desprende aroma a hippy, aún hay mucho bio vinculado a vegetarianismo y veganismo, y no se ha hecho, probablemente por falta de recursos, buenas campañas de marketing para desvincular estas cuestiones de viejos estereotipos (quien más y quien menos, al revelar que consume alimentos ecológicos o compra algodón orgánico acaba con el sambenito de vegetariano). Parte del trabajo que tenemos que hacer industria y consumidores es romper con esos clichés y contribuir a la normalización del uso de este tipo de productos.

Hay también un elemento educativo que está totalmente descuidado. En ningún momento de nuestro desarrollo personal (desde la infancia en adelante) se nos conciencia seriamente de algo tan simple como leer una etiqueta. Esto va vinculado, en el caso de España, pero también en otros países, a una carencia de promoción de la creación de opinión crítica entre los escolares. Eso se trasluce en cuestiones como el desinterés por la información o la política en muchos de nuestros jóvenes, pero también en cosas tan mundanas como el enfoque crítico a la hora de comprar. Ahí se muestra bien el gap entre intención y comportamiento, porque si bien se emiten mensajes que indican que la explotación infantil está mal o que los pesticidas contaminan el agua,  a la vez no se fomenta que se haga una interpretación crítica del momento de compra de, por ejemplo, unas zapatillas deportivas de marca, porque no se enseña a descifrar la información más allá de la campaña publicitaria.

De ahí se desprende también una selección de prioridades que, dados estos ‘contextos situacionales’ lleven al consumidor a poner por delante cuestiones como la proximidad, la comodidad o el precio por delante de otros como la justicia en la producción, la durabilidad o el reciclaje/biodegradabilidad, etc. No se nos malentienda. Obviamente, en una situación económica apretada hay retos de la sostenibilidad que es prácticamente imposible afrontar, pero hay otros que claman al cielo. Por ejemplo, comprar camisetas de 3-10 euros, comprar muchas y cambiarlas cada año, en lugar de optar por una sola, de 40 euros que tenga una mayor duración. O comprar leche a 50 céntimos, sin tener en cuenta ni la producción, ni la procedencia ni las condiciones del ganadero y llevar en el bolsillo un móvil de 600 euros. El factor económico puede influir, pero no es para nada definitivo.

Quizás lo más grave de todo esto es que una parte de las personas que verbalmente militan por cuestiones como la justicia social, laboral, etc., de ninguna manera estarían dispuestas a renunciar a algunas de, las llamémosle comodidades, que nos ofrece la vida actual en los países desarrollados. Que sigue habiendo gestos, como por ejemplo, cambiar de banco, que mucha gente que se lamenta del sistema financiero no hará porque el cajero de su banco le pilla más cerca de casa o porque le van a regalar una tablet o una vajilla (que, por otra parte, obviamente pagará). Y que, en realidad, no les supondría ningún coste y probablemente, mucha menos molestia de la que creen. Que aún hay mucha gente que apela a que consumir biológico es más caro sin haberlo comprobado, y que mientras nosotros compramos calcetines por 5.95€, ellos los comprarán por 6€ (o más, y por poner un ejemplo simple) por el simple hecho de no haberse tomado la molestia de moverse para encontrar un producto adaptado sus posibilidades económicas y para intentar ser coherentes con sus actos (aunque no lleven el último grito en calcetines que, por otro lado, estarán pasados de moda al mes siguiente).

Y por supuesto, es fundamental que las administraciones se tomen más en serio estas cuestiones y no las vean como una especie de «obligación» ligada a mantener el status de país desarrollado. No es una cuestión de chapa y pintura, sino una reparación que debe hacerse a fondo y desde el convencimiento, facilitando la comercialización, reduciendo las cargas impositivas proporcionalmente a la reducción del impacto en la degradación del entorno y de la mejora de la salud que supone este tipo de industria, promocionando su uso y siendo mucho más estricto en el control de procedencia de los productos comercializados, exigiendo etiquetajes completos, claros y transparentes, y persiguiendo la entrada de productos incontrolados procedentes de países que no respetan ningún tipo de normativa laboral, sanitaria o medioambiental.

Después de este chorreo, también cabe reconocer que la cosa ya no es negra negra, que poco a poco el gris va ganando terreno. Según el informe Ethical Consumer Markets de 2012, 9 de cada 10 británicos reconoce el sello Fairtrade, que cataloga a los productos procedentes del comercio justo y el 50% de los huevos que se venden en el Reino Unido proceden de gallinas no enjauladas (camperas/ecológicas). El informe también revela que se incrementa el consumo de comercio justo, de micro producción energética propia y la compra en comercio local y de proximidad. Muy poco a poco, el bichito de la sensibilidad por un consumo responsable se va inoculando en la sangre de los consumidores británicos, y confiemos, que en los del resto de países europeos, haciendo de nuestro continente una punta lanza y un ejemplo de desarrollo sostenible. Al fin y al cabo, hemos sido en buena medida culpables de la degradación.

¿Me gasto 100 euros en unos vaqueros?

página web nudiejeans.com

página web nudiejeans.comVivimos en la era de las camisetas a 1,99€ y de los pantalones de 12,99€. Entramos en las tiendas de las grandes cadenas y vemos cantidades industriales de ropa a precios muy asequibles, y de hecho, algunas de las grandes marcas ya han activado segundas líneas low cost para todos los bolsillos. Lo llaman la democratización de la moda. Nosotros lo llamamos derroche.

Derrochar, malgastar, consumir irresponsablemente. ¿Realmente tiene algún sentido comprar tanta ropa solo porque es barata? ¿Cambiar cada año de bolso, de vaqueros, de camisetas, de zapatos, aunque los del año anterior estén aún en condiciones? ¿Cuánto duran esas camisetas de 1,99€ ?
Seguro que todas vuestras madres aún tienen vestidos, chaquetas, pantalones, de los 70 y de los 80 en buen estado. En cambio ¿cuántos de vuestros vaqueros de hace dos o tres años están aún en condiciones de llevarse sin enseñar partes pudendas?

La «democratización de la moda» nos ha llevado a un consumo descontrolado de prendas que, o bien no llegamos a usar hasta el final o bien se estropean en un par de puestas. Materiales de mala calidad, patrones demasiado «temporales», y sobre todo, no hay que olvidar preguntarse cuánto debe cobrar el señor/la señora/el niño que ha hecho esa prenda que tu compras por 1.99€, y cuyo precio, incluye la promoción de la marca, el transporte, otros costes logísticos, las materias primas y esa preciosa bolsa con cuerdecitas que te dan.

En este marasmo de ropa y más ropa que aparece y desaparece de los escaparates en un sinsentido de tendencias, nos hemos encontrado con una iniciativa que nos ha encantado.  Se trata del Repair Kit de la marca de vaqueros fabricados con material orgánico y con procesos de fabricación responsables, Nudie Jeans.
La marca, que produce vaqueros y complementos para hombres, dedica un apartado completo de su página web a mostrar cómo reciclar y reparar sus vaqueros y sus productos, de manera que un simple enganchón no convierta a sus pantalones o camisetas en simple basura.

De acuerdo, sus vaqueros cuestan un media de 100 euros, pero, ¿has intentado alguna vez calcular cuantos euros te gastas en camisetas de 1,99€ y vaqueros de 12,99€? Probablemente, salga mucho más a cuenta hacer una buena inversión en un par de vaqueros «de confianza», hechos con responsabilidad y buenos materiales, y que además, puedes reparar cuando quieras con solo un poco de pericia.

Antes de salir de compras, piénsalo dos veces. ¿Necesitas todas esas camisetas y vaqueros? ¿Te los vas a poner? Entendemos que no todo el mundo está en disposición de comprar ropa a 100 o más euros (aunque a veces un simple cálculo de lo que nos gastamos low cost reporta muchas sorpresas), pero tenemos maneras no solo de comprar ropa «reparable», como esta de Nudie, sino también de comprar la ropa con un poco de responsabilidad.

Es tan sencillo como ir a los outlets y las tiendas vintage, de manera que reutilizamos ropa que ya ha sido rechazada por los grandes circuitos comerciales [cuidado con las marcas low cost que venden en algunos outlets y que en realidad no es ropa descatalogada, sino ropa fabricada ex profeso para el outlet] o bien revisar en las etiquetas dónde están fabricadas las prendas que compramos, priorizando siempre España y los países europeos. Y avisamos, no será fácil, en ocasiones, poder elegir qué comprar, pero al menos sabremos que está hecho con un poquito de sentido y sostenibilidad.

Y si, al intentar comprar ropa hecha en España o en Europa os dais cuenta de lo difícil que resulta y se os despierta un cierto malestar, os recomendamos que os informéis sobre la campaña Ropa Limpia que desde hace años lleva a cabo SETEM