El valor medioambiental de los gestos

Estas semanas estamos asistiendo a una guerra política medioambiental que se libra en el terreno de los gestos. Pero esta vez no hablo de los pequeños gestos de los que suelo hablar en este blog. Esta vez voy a hablar, humildemente, de los grandes gestos, de los que pueden cambiar las cosas al por mayor.

Cada uno de nosotros podemos hacer miles cosas para respetar el medioambiente. Desde reciclar, hasta consumir conscientemente. Desde cambiar nuestras viejas bombillas por otras que consuman menos, hasta cerrar el grifo cuando nos cepillamos los dientes. Hay mil pequeñas cosas que cambian poco a poco la forma en la que nos relacionamos con nuestros entorno. Y la cambian para mejor.

Pero luego están los grandes gestos. Los que tienen poder de cambiar las cosas definitivamente. Y estos días se han dado dos de los que querría que quedara constancia en el blog y que os invito a comentar.

Yo, que vivo en un país que no tiene ministerio de medioambiente como tal (está incluido dentro del Ministerio de Agricultura), no puedo hacer más que quitarme el sombrero con la decisión de Emmanuel Macron de nombrar ministro, y no un ministro cualquiera sino Ministro de Estado, a Nicolas Hulot, destacada voz en defensa del medioambiente. Este periodista, que ahora será el Ministro de Estado de la Transición Ecológica y la Solidaridad, creó en 1990 la Fundación Nicolas Hulot por la Naturaleza y el Hombre, una organización que lleva desde entonces luchando por concienciar, educar y dar a conocer la lucha por un medioambiente mejor.

Es la voz de referencia en Francia en estos temas. Y no es la única, ya que en nuestros vecinos del norte, las reivindicaciones medioambientales tienen portavoces diversos, serios y creíbles, y también mediáticos, que hacen lo posible por concienciar a sus conciudadanos. En España, por desgracia, no tenemos ningún personaje con un carisma parecido que represente la voz de las personas que, como por ejemplo, las que formamos el colectivo Hola Eco, queremos poner la protección de la naturaleza en la agenda mediática.

Que un presidente de la República tenga los arrestos de poner en una posición así de privilegiada a un líder ecologista es una acción que honra al nuevo máximo mandatario francés. Y justo él, Macron, es el protagonista del otro gran gesto que creo que vale la pena resaltar y, sobre todo, copiar.

El segundo gran gesto de Macron es su actitud firme y frontal ante el supervillano ecológico en el que se ha convertido Donald Trump. Digo supervillano, con perdón de otros supervillanos serios, porque cuesta creer que sea un ser humano real.

Donald Trump dirige el país en el que el huracán Katrina se llevó la vida de más de 1700 personas, y ha quedado prácticamente demostrado que si el huracán llegó con esa virulencia a Nueva Orleans fue por el incremento de las temperaturas del agua del mar, que permitieron que se desarrollara con mucha más fuerza y virulencia que fenómenos similares anteriores. Trump es el presidente del país que se desertifica, que sufre sequías intensas y tormentas de nieve espectaculares en grandes ciudades como Nueva York. Y Trump es el presidente del país que, si diera el ejemplo adecuado, arrastraría a otros países del mundo a tomarse en serio el cambio climático. Si no alcanzo a entender como la China que se despierta cada mañana cubierta con un manto de polución densa como una sopa de pollo no es capaz de dar pasos serios y convencidos hacia la reducción de emisiones, menos aún puedo entender que alguien llegue al poder y se retracte de hacer algo por salvar el planeta.

Trump renuncia a contribuir a un mundo mejor por una cuestión de orgullito -¿en qué cabeza cabe que Obama pueda haber hecho algo bien?- y, sobre todo, por una cuestión económica. Veía el otro día a un minero de las minas de carbón de algún lugar indeterminado de la America Profunda celebrando la decisión de Trump de dejar de suscribir los acuerdos de París, y no podía evitar pensar en lo grande que podría ser este planeta si la educación ambiental (y la otra) llegara a ese lugar que se supone que todos tenemos que admirar pero que se va convirtiendo, cada día más, en el tarro que reúne lo peor de todas las cosas.

El gesto de Macron, absolutamente físico y visual (falta por ver si todos estos gestos son, al final, algo más que gestos o se quedan solo en eso), me pareció de una rotundidad absoluta. Una bofetada a con la mano vuelta en la cara de alguien que piensa que, siendo presidente de Estados Unidos, es el rey del mundo. Los franceses bajitos son así, muy chulos. Y, sinceramente, me alegro de que esa pantomima a la hora de dar la mano a Trump en Bruselas, y la contundente declaración en inglés tras las decisión de Trump de menospreciar los Acuerdos de París sirvan al menos para animar e inspirar a los franceses, a todos los europeos y todos aquellos estadounidenses que aún se preguntan por qué tienen a ese señor como presidente, a dar un paso firme al frente, a cambiar su formar de actuar en relación con el medioambiente, a luchar por proteger nuestro planeta y por revertir los dos siglos de uso indiscriminado de energías, recursos y todo aquello que, aunque haya servido para hacernos la vida casi cómicamente cómoda, ha acabo por discapacitar a nuestro planeta y  por poner en peligro quizás no nuestras vidas, pero seguro que las de las generaciones futuras.

Parafraseando a Macron: Make our planet great again

El día sin coches no es una provocación

traffic-jam-siam-square-bangko-1527128-1280x960Ha pasado ya una semana del día sin coches y creo que es buen momento para hacer una reflexión sobre lo que implica una iniciativa así en una ciudad como Madrid, que es en la que tengo el placer de vivir.

Lo primero que me sorprendió fue el tratamiento de los medios de comunicación. En lugar de dar espacio a las actividades que se hicieron ese día (y durante toda la semana), se centraron en resaltar los embotellamientos de ese día en las grandes vías de circunvalación de Madrid. Flaco favor hacemos por la sostenibilidad si de un evento así solo destacamos los «errores» y lo hacemos además desde un enfoque dramático (vaya, que solo faltó decir, a lo Piqueras, que las colas eran dantescas).

En alguna tertulia radiofónica nocturna prácticamente se planteaba que el Día sin coches era poco menos que una provocación de un gobierno de cierto tinte ideológico. Para empezar, el Día sin coches se ha celebrado con gobierno de todos los colores, porque, entre otras cosas, es una iniciativa europea que se celebra en ciudades de todo el continente. Y para seguir, entender esa celebración como una provocación es garantía de que nadie se lo va a tomar como la ínfima y simbólica oportunidad de empezar a solventar uno de los problemas más graves que tenemos en las ciudades. Entender esta celebración como una provocación, y por tanto, decidir sacar el coche como «reivindicación», generando enormes embotellamientos no solo demuestra la total falta de sentido común de los ciudadanos, sino una ignorancia francamente preocupante.

Hoy mismo, una nueva evaluación de la OMS indica que anualmente la contaminación mata a 7.000 personas en España, y más de un millón en China. Los espabilados que «no le van a seguir el juego a la Carmena o a la Colau», y sacan sus coches, incluso innecesariamente, para que se vea que el Día sin coches es una tontería, no hacen más que reflejar su propia estupidez.

Probablemente Madrid no tenga un sistema de transporte público óptimo -no olvidemos que su red de metro tiene 90 años, y precisamente ahora se están empezando a mejorar las instalaciones más antiguas- pero es suficiente en la mayoría de los casos para poder ir de un punto A a un punto B en un plazo de tiempo razonable. Lo que no parece razonable es llevar a los niños al colegio cada día en coche (no solo por lo que contamina, sino porque además reducimos la actividad física de los pequeños), aunque el cole esté a menos de un kilómetro de casa. Lo que aún es menos razonable es que cuando llueve aún salgan más coches a la ciudad, como si el agua que cae del cielo fuera a encogernos a todos. Lo que no es nada razonable es que cuando se intentan hacer campañas para sensibilizar a la gente sobre nuevas formas de movilidad que ayudarán a que todos, en la ciudad, podamos vivir de manera más saludable, la reacción sea la que ha sido: un «no respiro» de parvulitos incapaces de renunciar a su juguete ni un solo y triste día del año.

Precisamente, esos parvulitos que no respiran son los que, además de no dejar en casa el coche un día al año, cuando conducen por la ciudad no respetan a los que sí hemos optado por sistemas de movilidad sostenibles: los que acosan a los ciclistas conduciendo a escasos centímetros de ellos, los que aparcan en doble fila sin importarles si aquello es un carril bus, los que se saltan los semáforos en rojo sin preocuparse por si un peatón tiene que cruzar. Pero eso, por lo visto, está bien, es lo correcto, lo adecuado, lo normal. Lo que es una soberana tontería es organizar un Día sin coches.

 

Los españoles, campeones en reducir el uso de materiales

En España estamos de enhorabuena. Encabezamos la clasificación de países que más han reducido su uso de materiales y que más han reducido sus residuos.

Según este artículo de Papel, el suplemento de El Mundo, España encabeza el ránking de los países europeos en los que más ha descendido el consumo de materiales. Y no es un dato puntual, afecta a toda la última década. ¿Crisis o conciencia?mercadillo-2-1238190-639x411

Seremos optimistas, y aunque, obviamente, la caída drástica de la capacidad adquisitiva de los hogares ha provocado un descenso del consumo, también es cierto que poco a poco está cuajando toda la una conciencia de la durabilidad de las cosas. Es decir, una conciencia de que (casi) todo se puede reparar y que (casi) todo tiene una segunda vida.

A veces el impulso para entrar en esta conciencia es económico. Ahí tenemos el éxito de aplicaciones como Wallapop, que han conseguido que todos saquemos unos durillos por aquellas cosas que ya no usamos y que hace apenas unos años, casi con total seguridad, hubieran acabado en la basura (y ni siquiera en un punto limpio). Tengo que reconocer que soy la primera que de un tiempo a esta parte, cuando necesito algo, primero echo un vistazo en Wallapop (o en Vibbo) por si alguien está vendiendo algo que pueda satisfacer mi necesidad sin tirar de productos nuevos.

No solo internet ha facilitado eso. Mucha gente que, por desgracia, ha tenido que ir a casas de empeños (de las clásicas o tipo CashConverters) para conseguir algo de dinero por objetos preciados ha descubierto que ahí también existe la posibilidad de comprar cosas necesarias de segunda mano por menos dinero.

Efectivamente, la crisis ha colaborado, porque la falta de dinero ha agudizado el ingenio, pero también nos ha despertado para darnos cuenta de que hay otra forma de consumir. Y toda una generación de personas de, más o menos, a partir de 20 años, ha vuelto a recuperar el gusto por la segunda mano, las habilidades manuales y el Hazlo tu Mismo, el Rastro y ha puesto en marcha iniciativas de reutilización de objetos. Y eso lo que nos hace pensar, que tras la crisis, algunos de los «buenos hábitos» a los que nos hemos visto obligados en épocas de vacas flacas han venido para quedarse.

La economía y el consumo colaborativos han pasado de tabla de salvación a hábito. Y eso una noticia estupenda para la sostenibilidad de nuestras ciudades. En Madrid, hay ejemplos en muchos barrios. Uno de ellos es la página de Facebook La Guindalera Reutiliza, en la que los vecinos del barrio cuelgan fotos de productos y materiales que ya no utilizan para que otros vecinos puedan usarlos. Hicimos la comprobación, y la verdad es que funciona perfectamente. Y qué cierto es que lo que a uno ya no le sirve, a otro le salva el plan.

Junto a esta reducción de consumo de materiales, viene ligada una reducción de generación de residuos. Si reaprovechamos, tiramos menos, y también en eso España está a la cabeza de Europa.

Además, este reaprovechamiento no tiene porque empobrecer a nuestra economía. Al contrario, personalmente creo que refuerza a la producción local, a menor escala, porque se revaloriza la calidad y la duración de los productos. Y eso acaba con la sobreproducción de cacharros inútiles. También recupera algunos oficios que estaban al borde de la desaparición, como todo lo relacionado con las reparaciones, zapateros, modistas, relojeros, etc. Incluso en una época de obsolescencia programada, consumir colaborativamente puede luchar contra el desgaste prematuro.

Pero tampoco seamos optimistas hasta la ingenuidad. Queda mucho por hacer. Hay sectores, como el de la moda, en el que esta tendencia no se tiene tan clara, y aún se sobre consume, arrastrados por los inputs publicitarios, las modas, las tendencias y el culto a la imagen. Pero se abren fisuras, por ejemplo, en el terreno de la ropa infantil, en la que ya son muchas las mamás que recurren a la compra colaborativa, a la segunda mano y a la reutilización.  Igual no triunfaremos en todos los frentes, pero si la tendencia se va incorporando a nuestro día a día, además de reutilizar y compartir, seguramente educaremos a nuestra mente en la toma de decisiones de compra responsables.

Hoteles: Los reyes de los residuos evitables

De un tiempo a esta parte he tenido la oportunidad, por ocio y por negocio, de visitar muchos hoteles de la geografía peninsular. De cadenas y categorías diversas, pero principalmente de cuatro estrellas. Y si hay un denominador común -sobre todo a medida que aumentan las estrellas o el «nivel» de la cadena-  es el nivel absurdo de residuos y derroche a los que invitan los responsables de los hoteles.do-not-disturb-1417223-1599x2404

Vamos a hacer un repaso de ese absurdo dispendio y de qué podemos hacer los clientes concienciados para evitarlo.

  1. Los amenities. Es el objeto de deseo, sobre todo de aquellas personas que no suelen ir a hoteles. Los pequeños botecitos de gel, champú, body milk, jaboncitos, gorritos de baño, peines, cepillos de dientes y otras tontadas que nos ofrecen los hoteles para hacer nuestra estancia más cómoda. Es cierto que resulta más cómodo usar esas amenities que cargar con un neceser, pero ¿Es necesario que los hoteles las cambien cada vez que arreglan la habitación, y se lleven las que están mediadas?¿Es necesario poner minijaboncitos que nadie, pero nadie acaba, y que acaban en la basura, cuando podrían poner un dispensador de jabón líquido? Hay hoteles, que ya usan este sistema, el de los dispensadores automáticos, y me parece estupendo, la verdad. Y en todo caso, ¿qué nos cuesta llevar un pequeño neceser? Empresas como Muji ofrecen botellitas de tamaño mini que puedes rellenar en casa en cada viaje, y llevar tu propio champú o gel (que en el caso de las personas conciencias será biodegradable). Y, de verdad ¿para qué llevárselos? En casa no los usamos casi nunca, y al final son un montón de botecitos (cuyo producto suele ser bastante infecto) que se acumulan y acaban en la basura en la primera limpieza general.
  2. Las toallas. ¿De verdad es necesario cambiarlas cada día? Algunas cadenas ya ponen carteles en la habitación sugiriendo que los clientes usen varias veces las toallas,  pero otras, aunque tienen el cartel puesto y aunque tu sigas las instrucciones, cambian las toallas igualmente. No es necesario, es nuestro cuerpo, y supongo que a nadie le molestará secarse dos veces con la misma toalla. No son solo los cambios, es el sensacional derroche de toallas. Para una sola persona podemos llegar a encontrarnos, dos albornoces, dos toallas grandes de baño, dos pequeñas, dos de tocador y una toalla/alfombra para salir del baño. Totalmente desmesurado.
    La única manera en la que he conseguido usar dos veces las mismas toallas en este tipo de hoteles ha sido, o bien dejando una nota a la camarera de piso indicando específicamente que no las cambiara (y no siempre funciona) o bien escondiendo las usadas, y luego usándolas y dejando sin tocar las que habían puesto nuevas.
  3. Luces a destajo. ¿Por qué los hoteles suelen dejar las habitaciones con todas las luces encendidas? Cuando insertas la tarjeta en el interruptor, de repente es como una epifanía. ¿No sería suficiente con la luz del pasillo, y ya iremos encendiendo las que necesitemos? Además, por qué tantas lámparas y tantos juegos de luz, cuando, en general, basta con una general y una de mesilla de noche (o de mesilla de trabajo si la hay) y la del baño. No entro ya en la carencia generalizada de LEDs y el abuso de las feas, calurosas y derrochadoras halógenas.
    Por cierto, si abrieran esas pesadísimas cortinas antiluz durante el día, a muchas habitaciones se podría acceder sin siquiera usar el interruptor.
  4. ¿Una habitación o un horno? No consigo entender por qué la calefacción está puesta tan a muerte en los hoteles. Sobre todo, porque existe una regulación en cuanto a temperaturas que muy a menudo dudo que se cumpla. Y en segundo lugar, porque me resulta francamente tonto estar en un habitación, durmiendo en invierno, con la calefacción a tope, pero solo una sábana para taparse.  Hay hoteles que ponen una funda nórdica. Es verdad que ahí tendríamos que ver qué supone la limpieza de estos elementos y cuál de las dos vías  produce menos huella ecológica, pero soy de esas personas que piensa que si hace frío me tapo, no convierto la sala en una playa tropical.
    Si te encuentras en una de estas habitaciones, baja la temperatura del termostato, o mejor aún, pide una manta y duerme tapadito.
    ¡Ah! Y no olvidemos hacer un consumo responsable de agua. Eso viene de nuestra cuenta. No dejar grifos abiertos porque «no pagamos nosotros». Ojalá los hoteles empezaran a reciclar el agua usada para las cisternas, porque así dolería menos la tentación de pegarse un baño en la bañera (que, hombre, de vez en cuando y en ciudades que no tengan carestía de agua, tampoco es pecado), pero de momento, usemos los grifos como los usaríamos en casa, cerrando cada vez que no necesitemos el agua.
  5. Los televisores puñeteros. Por favor, señores hoteleros, por ecología y por molestar menos a los clientes, compren teles en las que se pueda apagar la lucecita del standby.
  6. La bendita moqueta. A día de hoy, existen muchos tipos de suelos laminados, de madera (mejor FSC), y sobre todo de bambú, que dan un excelente resultado visual y de comportamiento. Y además, son relativamente fáciles de limpiar. No acabo de entender por qué los hoteles se empeñan en seguir enmoquetando, con el inmenso gasto energético y de producto que representa limpiar la moqueta.
  7. Bolígrafos, caramelitos, bombones, papeles, y otros cachivaches innecesarios. No hacen falta, de verdad. Quiero dormir. Listo, si necesito algo lo pido en recepción. Y qué decir de las zapatillas de toalla, de fabricación china, de ínfima calidad y envueltas en plástico térmico. Es el ejemplo claro del derroche absoluto. Aquí es donde nuestra actitud es fundamental. Si pensamos que en un hotel tienen que tratarnos como marajás y darnos absurdos caprichos, poco evolucionaremos. Un hotel es un lugar para dormir y asearse, en las mejores condiciones posibles, y si estamos de vacaciones ya nos ahorramos limpiar, y podemos descansar con otro rollo, pero no entiendo a qué necesitamos tantas cosas superfluas para decir que un hotel está bien.
  8. El desayuno ¡ah, el desayuno! Yo soy de desayunar fuerte, muy fuerte, en casa y fuera. Y cuando voy a un hotel no cambio mis costumbres. Agradezco que existan los bufés de desayuno, y los uso con criterio, comiendo lo mismo que comería en casa, ahorrándome cocinarlo. Pero hay mucha gente que llega a un bufé como un toro a una cacharrería y llena el plato con los ojos. Hasta arriba. Y obviamente, al no estar acostumbrado a desayunar así, se deja la mitad. Lo bueno de bufé es que puedes ir tantas veces como quieras con tu platito, así que coge lo que realmente te vayas a comer. Y señores del hotel, hay cosas perecederas que saben que no se acaban. ¿Cuánto tardan en hacer unos huevos revueltos? Tres minutos que yo creo que el cliente esperará encantado para comerlos recién hechos. Y así no tendré que ver como se tiran bandejas enteras de huevos tras un desayuno con clientes frugales (y aplíquese al resto de cosas calientes perecederas). Os aseguro que he visto tirar bandejas enteras, sin que nadie las hubiera tocado. Y me duele en el alma.
    Por cierto, por ese mismo motivo, suele ser absurdamente caro. Si estás en una ciudad, es casi seguro que por mucho menos podrás desayunar estupendamente en la calle, y además, disfrutarás del pálpito de los ciudadanos y del despertar del día, y no estarás encerrado en un (probablemente) sótano impersonal e igual al de mil hoteles del mundo con gente con caras de sueño y aspecto amarillento.
  9. El todo-incluido. En línea con el desayuno, pasa algo semejante con el todo-incluido. Tengo que reconocer que en este caso hablo de oídas, porque no lo he usado nunca (y no creo que lo use). Pero quien ha pasado una temporadita en la Riviera Maya o similares, no duda en jactarse de decir que «con la pulserita», en cuanto se calentaba la cerveza se pedía otra. O que pedía un cóctel y si no le gustaba, lo dejaba entero y pedía otro. Total, está todo incluido y no pagas más. Poco importa que tu capricho genere derroche y residuos ¿verdad? Echa cuentas, si de verdad haces un consumo responsable ¿sale rentable el todo incluido? Seguramente no, que los hoteles no son tontos.
  10. El minibar. En resumen, no sirve para nada. Hay cosas que jamás comprarías tú si necesitaras tomar un piscolabis, y además tienen precios absolutamente exorbitantes.  No tiene ningún sentido tener una nevera gastando electricidad en cada habitación, cuando cuesta lo mismo una botella de agua en el minibar que en el servicio de habitaciones (o a veces más).  Llamas al room service que te la traigan y listo. Se ahorrarían, además, tirar productos que estoy convencida de que se caducan, porque la gente, en general, no está dispuesta a pagar 5 euros por un snack que en cualquier parte vale 1. Y no entro a hablar de los hoteles que no se fían de ti y dejan el minibar vacío (pero con la nevera funcionando).

Estoy segura que si los hoteles dejaran de querer comprarnos con mimos innecesarios ( y nosotros dejáramos de vendernos por tan bajo precio), no solo tendríamos hoteles más respetuosos, sino que incluso podrían ser asequibles a más bolsillos.
Es cierto que hay cadenas que están empezando a tomar medidas (en algunos casos solo lo hace una de las marcas de la cadena, pero no todas, con lo que huele a greenwashing a la legua), pero, como siempre decimos en SyS, los consumidores somos los primeros que tenemos que imponer nuestras reglas. Después, si quieren que consumamos su producto, se tendrán que adaptar a nosotros.

 

La gentrificación contamina

Gentriificación contamina

Se conoce como gentrificación el proceso por el cual un barrio normal se convierte en un barrio de moda a través de la llegada de colectivos que modifican el paisaje urbano, bien sea a través de la apertura de nuevos comercios y servicios o directamente actuando sobre la fisonomía del barrio.

En general, este proceso se vive en barrios céntricos de bajo nivel adquisitivo, que por obra y gracia de la llegada de modernos -atraídos por los bajos precios de la vivienda- se convierten en zonas de moda, momento en el que suben los precios de la vivienda y de los productos y los antiguos inquilinos, los originales que tenían allí su hogar, (con poder adquisitivo bajo) son expulsados al no poder afrontar los gastos.

En Barcelona, este fenómeno ha sucedido en zonas como El Raval o Poble-sec, y en Madrid en Malasaña, Lavapiés o Chueca, y aunque todo indicaba que el siguiente barrio a sacrificar sería Bellas Vistas, en Tetuán, mi experiencia me dice que el nuevo barrio sacrificado será Chamberí, y más concretamente, la zona norte (barrios de Vallehermoso y Ríos Rosas, principalmente). Será un nuevo tipo de gentrificación, porque ya no se trata de barrios superasequibles, pero sí de zonas del distrito que estaban más apagadas comercialmente y donde aún se podían encontrar pisos y alquileres razonables.

Como habitante (por poco tiempo) de esas nuevas zonas en proceso de gentrificación quiero hacer una reflexión sobre el impacto que tienen estos nuevos barrios modernos en el entorno urbano.

A pesar de que estos nuevos habitantes modernos tienden a moverse en bicicleta (mientras esté de moda, claro), y suelen alinearse con el consumo ecológico (ídem de ídem con las modas), su papel en los barrios que ocupan genera un impacto elevado que no siempre se tiene en cuenta, en mor, una vez más, de las modas.

Es el caso, por ejemplo, del impacto acústico. La apertura de más locales de ocio, la música de estos locales, el «ambiente» que se genera al entrar y salir el público de estos nuevos comercios lúdicos convierte a barrios previamente tranquilos, en lugares ruidosos.  Además, los inquilinos originales, cuando deciden tomar medidas al respecto se encuentran con la lentitud burocrática de los Ayuntamientos y con la insolidaridad de los dueños de los locales, que ven a estos vecinos como viejos retrógrados que no entienden que los bares de ahora «son así» o que solo quieren «fastidiar» porque les molesta que venga gente nueva al barrio, etc.  El gentrificador se adueña de su nuevo entorno.

Algo parecido sucede con la contaminación lumínica (por ejemplo, carteles encendidos las 24 horas del día, porque «están diseñados así» o «porque hay que tener visibilidad»), o la sobreproducción y el consumo poco responsable.
Si bien es cierto que un fenómeno común a la gentrificación es la aparición de comercios de comida ecológica, restaurantes «sostenibles» y panaderías orgánicas, también aparecen tiendas de gadgets inútiles, marcas de ropa de elevado precio y fabricación de origen dudoso, y otros comercios, a priori, no básicos y orientados al sobreconsumo (y por tanto, a la sobre generación de residuos). Además, el asociacionismo barrial se diluye, pierde fuerza «ideológica» para convertirse en un dotador de actividades culturales adaptadas a los gustos y necesidades de los nuevos vecinos. Ya no se reclaman mejoras urbanas -porque, ¡ay el encanto de la decrepitud!-, ya no se presiona para lograr mejores servicios sociales, porque los nuevos vecinos no los necesitan y los que nlos necesitan ya han sido expulsados, y al final todo se reduce a tener un cine-club, talleres de lana y tejidos y lo último en muffins,

Podríamos decir que si bien, el nuevo modelo de ciudadano que viene a ocupar estos barrios usa conceptos sostenibles, en general lo hace desde una perspectiva de Greenwashing, más que desde un cambio real del enfoque vital cotidiano. Y todo esto, al alto precio de expulsar a los habitantes originales de su barrio (y a los comerciantes originales de sus comercios) porque la hipsterización de los barrios trae vinculada un aumento del precio de venta y alquiler de las viviendas y del precio de los productos de consumo.  Por ejemplo, un café en un bar Pepe de toda la vida puede costar 1,20 €-1,30€ y un café en un bar hipster gentrificado 2,5€ (y a lo mejor ni siquiera te lo sirven en la mesa).

Otro ejemplo de los efectos de la gentrificación en un barrio y del impacto en el medioambiente del entorno que ésta puede tener es la reconversión de los mercados. Los mercados de abastos tradicionales dejan de tener tiendas «normales» para tener tiendas específicas de productos gourmet o exóticos. Tan hiperespecializados que ya no es posible hacer la compra en el barrio, sino que hay que desplazarse fuera de la zona porque van cerrando las pollerías y las charcuterías para que abran tiendas especializadas en productos selectos. Esto obliga a los ciudadanos a hacer un desplazamiento (en Madrid principalmente en coche) a zonas alejadas, con la consiguiente huella ecológica.

Y lo dicho con la comida se puede extender a otro tipo de comercios. El incremento de los alquileres (especialmente con el fin de las rentas antiguas) hace desaparecer a los artesanos (zapateros, modistas, peluqueras de toda la vida…), y elimina otros comercios de uso diario en favor de más bares con paredes de piedra vista y sillas desparejadas, salones de belleza y spas y más tiendas especializadas con productos caros. Incluso las grandes superficies acaban optando por sus versiones de «supermercado de proximidad» que implican menos tamaño, menos variedad y precios más elevados de los mismos productos (comparad cualquier hipermercado con un súper de barrio de la misma cadena y veréis la diferencia de precio).

Obviamente, el mayor impacto es que se pierde la personalidad y en las personas tradicionales del barrio. Y aunque se gane en espacios o en inversión municipal (presionada por estos nuevos vecinos), se desfigura una zona, como si, por ejemplo, fuera malo tener fama de barrio canalla. Todo se convierte en una gran decorado sin demasiada alma. Porque, está claro, que cuando el barrio pase de moda, toda esta «iniciativa» se irá a otro barrio, sin dejar nada,  ya que la propia configuración de los negocios que se implantan está pensada a corto-medio plazo por emprendedores que vienen de las escuelas de negocio y cuya idea es sacar beneficio de un nicho de mercado (esa ultraespecialización de la que hablábamos antes), no dotar de un servicio a un barrio.

Los barrios de las ciudades con auténtico espíritu sostenible son inclusivos, permiten la llegada de nuevos vecinos y el mantenimiento de los antiguos, respetan el entorno, permiten la generación de una red comercial que permita el consumo de proximidad y generan asociacionismo, que crea redes sociales entre los vecinos y moviliza al barrio en busca de lograr objetivos que lo conviertan en un lugar habitable para todos.