Un año con compresas reutilizables

Aunque hace ya muchos años que uso de forma habitual las compresas de algodón reciclado y materiales biodegradables, nunca me había atrevido a dar un paso más. Sé que actualmente hay un movimiento más que interesante de mujeres que usan la copa menstrual, pero a mi no me resulta práctica por el tipo de menstruación que tengo.  Y a pesar de que la elección de compresas biodegradables ya era una opción más responsable, seguía creyendo que, en el fondo, eran más residuos en el medioambiente, por rápido que pudieran reintegrarse.

Así, hace cosa de un año compré un kit de compresas reutilizables en Zacatua, una empresa granadina que se dedica a la higiene femenina y la ropa infantil.

Las compresas reutilizables vienen a ser la evolución moderna, más cómoda y más práctica de los paños, unas toallas dobladas, grandes e incómodas, que usaban nuestras madres y abuelas hace 30 años. Quizá por eso, cuando le comenté a mi madre la compra se llevó las manos a la cabeza.

Pero nada más lejos de la realidad. Las compresas reutilizables son muy finas, prácticamente igual de finas que una compresa tradicional y se fabrican siguiendo la ergonomía de la zona genital para aumentar su comodidad. Generalmente están hechas de algodón orgánico, terciopelo orgánico en la parte que contacta con la piel de los labios externos y diversas capas interiores de materiales sostenibles impermeables y absorbentes. Además, usan el concepto de las alas, pero en lugar de adherirse con pegamento, lo hacen con un pequeño broche a presión. En el caso de Zacatua, además, utilizan los recortes de las telas con las que fabrican la ropa para hacer las compresas, por lo que, además, tienen filosofía upcycling.

En el kit que compré había 3 tamaños: una que sustituiría al salva slip, pensada para los días con menos regla, dos de tamaño mediano para días de flujo normal y una de tamaño grande para días de gran flujo o para la noche. Me costaron unos 25 euros las cuatro.

El funcionamiento es sencillo: las colocas como una compresa normal y listo. Una vez tiene que cambiarla, la prelavas en el momento (en casa o en el propio baño) con agua y jabón, frotando un poco, para quitar la parte más importante del flujo acumulado y posteriormente las lavas en la lavadora, mejor con agua caliente. Como yo solo uso agua fría en la lavadora, suelo hacerlo a la inversa, las prelavo en agua caliente en el grifo y luego las meto en la lavadora con el resto de prendas.

Durante este año he combinado el uso de las reutilizables y las convencionales biodegradables. Cuando he trabajado en casa o he estado toda la mañana en la oficina, sin tener que salir ni hacer gran cosa, usaba las reutilizables, por la comodidad después para cambiarme y lavarlas. Si tenía clase o tenía que desplazarme a algún sitio, volvía con las convencionales.

Entre las cosas positivas está, desde luego, el ahorro económico y la reducción de residuos (aunque aún no haya conseguido hacer la transición completa). Entre las negativas, una cosa que no creo que hayan tenido en cuenta a la hora de diseñarlas: el uso de bicicleta. El broche con el que se cierran puede resultar bastante incómodo al ir sentada en el sillín de la bici, así que habrá que darle una vuelta en este sentido. Tenerlas que lavar no me resulta en absoluto incómodo ni un engorro, así que por ese lado me resultan prácticas. Además, ni me han irritado ni me han provocado sequedad ni ningún otro problema físico. Al contrario, generalmente son las convencionales las que acaban dejándome una sensación desagradable después de usarlas todo el ciclo.

Eso sí, con un kit de 4 puedes más o menos gestionar una regla no demasiado abundante, tirando a discreta. Con más flujo requeriría más cantidad de compresas para poder cubrir cómodamente todo el periodo. Si echamos cuentas, un paquete de compresas de 10 unidades biodegradables van desde los 2.25 euros de las marcas blancas hasta los 5 euros de las marcas más, llamémosle, premium. Solo comprando 6 paquetes de estas últimas ya habrías amortizado un kit completo.

 

Ahora que somos más bio, seamos más responsables

Después de unos meses sin contenidos actualizados -por lo que os pedimos disculpas- retomamos la publicación de información y reflexiones sobre sostenibilidad con el gancho de la celebración de la 34 edición de la feria Biocultura en Madrid, un referente en lo que se refiere al estado de salud del sector ecológico en nuestro país y que el año pasado reunió a más de 74.000 personas en Ifema.

La buena noticia es que el mercado de la producción ecológica, tanto en el sector de la alimentación y de la cosmética está en buena forma. En esta edición ha participado 750 expositores principalmente del sector alimentario, pero con interesante crecimiento de las empresas de cosmética natural. En cambio, la presencia del sector de la moda ecológica, a nuestro parecer, ha sufrido un cierto retroceso. Probablemente no en cantidad pero sí en calidad. Y no porque la ropa presente no esté hecha con cariño y con una firme apuesta ecológica, sino porque, una vez más, las propuestas que se exponen en Biocultura son poco inclusivas, es decir, son un estilo de ropa que está dirigido a un perfil muy concreto de usuarios y que, probablemente, no seleccionaría el público general, por lo que dificulta la asunción de gestos sostenibles en la selección de vestuario  para aquellos que se están iniciando en uno modo de vida más responsable.

Precisamente, esta orientación menos inclusiva presente en Biocultura es una de las noticias menos buenas de la feria. Si bien es cierto que la parte de la muestra que se orientaba a disciplinas alternativas se ha reducido considerablemente, lo cual contribuye a reducir el cliché por el que mucha gente no se anima a dar el paso hacia la sostenibilidad, aún hay una presencia importante de propuestas de difícil sustento científico, en especial en los talleres, que, en muchas ocasiones, sirven de excusa a los más reacios a cambiar de rutinas alimentarias o vitales para restar credibilidad al movimiento sostenible. También hemos echado en falta otras propuestas vinculadas a la sostenibilidad, como más presencia de soluciones energéticas o habitacionales, finanzas éticas y comercio justo.

Otro aspecto que nos sigue sorprendiendo, un poco para mal, es que muchas empresas que se dedican a producir sosteniblemente se empeñan en centrar su mensaje y su marketing en la salud. Entendemos que es un punto importante para convencer a los visitantes y clientes, pero no siempre es demostrable. En cambio, el impacto positivo en el medio ambiente de este tipo de producción sí es demostrable y también contribuye a la salud, pero a menudo o se obvia o se deja en segundo plano. En según qué productos, no podemos evitar preguntarnos si efectivamente son tan sostenibles como deberían ser o están más pensados para el mensaje de salud, con el objetivo de vender más. A modo de ejemplo, nos sorprendió mucho ver cuántas empresas de cosmética ecológica usaban plástico para sus envases.

Una vuelta de tuerca

Sea como sea, Biocultura crece en número de expositores y de visitantes, y eso quiere decir que el consumo de productos de fabricación ecológica y sostenible también crece en los hogares españoles. De hecho, una buena muestra de ello es el interés de las grandes marcas y de las grandes distribuidoras por ofrecer alternativas ecológicas a sus productos (ya hay yogures de marca comercial ecológicos, cafés de marca comercial ecológicos, sopas y cremas, e incluso marcas blancas bio de gran distribución). Si a los grandes les interesa, señal de que son productos que tienen salida.

Y, obviamente, eso es muy positivo, porque las grandes marcas y los grandes distribuidores pueden poner precios más competitivos que permitan que el gran público se acerque a la alimentación o la limpieza ecológicas, superen el cliché y los prejuicios, y valoren el informarse y sumergirse cada vez más en el modelo de alimentación bio.

Pero los que ya llevamos tiempo en esto tenemos que estar alerta y ayudar a los nuevos consumidores en otro aspecto fundamental: la producción sostenible y responsable de los productos. Uno de los riesgos de la producción biológica en masa para la gran distribución es que, al final, los productores sean ecológicos pero acaben siendo explotados por un sistema de producción injusto. Por eso, el siguiente paso es procurar asegurarnos que lo que consumimos se produce de manera sostenible y justa. Que el boom de lo bio no implica destrucción de zonas boscosas para incrementar la producción ecológica ni implica que los agricultores tengan que producir y vender en condiciones draconianas para que cuadren los números.

No debemos olvidar que sostenibilidad no implica solo el concepto de ecológico o bio, sino que implica que, principalmente, un consumo responsable e informado, unas condiciones de producción seguras para el medio ambiente, que respeten la biodiversidad y la flora y la fauna de los países y que aseguren una vida digna a los productores. Sin eso, permitiremos que el sistema se adueñe de nuestro movimiento, lo convierta en lo que convierte todo, una forma perversa de ganar dinero sin pensar en nada ni en nadie.

Optar por la sostenibilidad, implica cambiar el sistema. Es lento y farragoso y habrá mil obstáculos, pero es importante no perder de vista nuestro objetivo.

 

Ecológicos hasta la muerte

El ciclo de la vida de los seres vivos es una de las mayores muestras de sostenibilidad y reutilización de todas. La materia ni se crea ni se destruye, se transforma, pero, durante siglos, los humanos, una vez finalizada su vida, han optado por querer hacer perdurar su cuerpo casi eternamente usando todo tipo de técnicas como, por ejemplo, la momificación.

A medida que la sociedad ha ido avanzando y se ha ido acomodando, la muerte también se ha vuelto más lujosa y cómoda. Lo cual no deja de ser curioso porque, una vez muertos, la comodidad no tiene ningún sentido. Aunque uno vaya a pasar la eternidad muerto, va a seguir sin sentir nada. A día de hoy, los sistemas de enterramiento habituales son cualquier cosa menos sostenibles. Ataúdes de maderas nobles, con barnices y tapizados con telas de fibras sintéticas, cruces metálicas que no se biodegradarán jamás, construcción de nichos «hacia arriba» que, desgraciadamente, convierten a nuestros seres queridos, al cabo de los años, en un residuo que acaba en una triste fosa, incineraciones que contaminan tanto en el momento de la cremación como en la ceniza resultante de la misma… ¿Es realmente necesario contaminar hasta después de muertos?

El resto de los seres vivos, cuando mueren, vuelven a la tierra, se convierten en alimento para el suelo y, por tanto, en sustrato que permite el crecimiento de nuevos seres vivos, en este caso, plantas. ¿Podríamos volver a recuperar ese ciclo vital? ¿Podríamos decir adiós a la vida para generar nueva vida?

Poco a poco, empiezan a aparecer soluciones para ser enterrados de forma sostenible. Una de mis favoritas, y en la que me gustaría pasar la eternidad es la Cápsula Mundi. Se trata de un recipiente biodegradable, en el que se deposita el cuerpo de fallecido y que se entierra en una zona de bosque o en un jardín. De esa cápsula crecerá, con el tiempo un árbol, que habrá sido alimentado con el propio fallecido.

En el Reino Unido existe una asociación que ayuda a gestionar un funeral sostenible y a encontrar una zona para ser enterrados en un entorno sostenible. Porque, hay que recordar, que aunque nos entierren en el suelo de un cementerio «convencional», estos cementerios también sufren un proceso constructivo, ocupan espacio y no respetan el entorno, con sus pesadas lápidas y sus miles de flores cortadas para morir abandonadas en una tumba. El Natural Death Centre permite organizar entierros ecológicamente responsables, por un precio razonable y en un entorno natural en el que nuestro entierro no suponga un impacto en el ambiente.funeral-2511124_960_720

En España empiezan a aparecer algunas iniciativas similares. Entre ellas Funeco, que aboga por la creación de cementerios al estilo de parques en el los que los fallecidos en lugar de estar representados con lápidas de mármol, lo

estarían con árboles. De esta manera, no solo se cuidaría el medio  ambiente sino que la experiencia «post-mortem» de los familiares

sería mucho más agradable. Y ahí, la esperanza de eternidad si se cumpliría, porque, a su muerte, un árbol vuelve a convertirse en materia para la creación de nueva vida.

Otros aspectos a tener en cuenta para un entierro sostenible son, por ejemplo, la recuperación de los materiales no biodegradables de nuestro cuerpo, como los implantes o las prótesis. También existen compañías que se dedican a recuperar estos materiales, como la holandesa Orthometals.

Por último, si ser directamente un árbol os parece un proceso demasiado largo, en Suecia la empresa Promessa convierte, mediante un proceso de vibración y uso de nitrógeno líquido, al fallecido en abono útil para la alimentación de cualquier tipo de sembrados.

Si estos sistemas resultan demasiado poco tradicionales para tus seres queridos, aún quedan opciones. Ataúdes de madera FSC, barnizados y pintados con pinturas al agua y otras opciones menos agresivas que las tradicionales están llegando poco a poco a los servicios funerarios de la mayoría de ciudades.

El valor medioambiental de los gestos

Estas semanas estamos asistiendo a una guerra política medioambiental que se libra en el terreno de los gestos. Pero esta vez no hablo de los pequeños gestos de los que suelo hablar en este blog. Esta vez voy a hablar, humildemente, de los grandes gestos, de los que pueden cambiar las cosas al por mayor.

Cada uno de nosotros podemos hacer miles cosas para respetar el medioambiente. Desde reciclar, hasta consumir conscientemente. Desde cambiar nuestras viejas bombillas por otras que consuman menos, hasta cerrar el grifo cuando nos cepillamos los dientes. Hay mil pequeñas cosas que cambian poco a poco la forma en la que nos relacionamos con nuestros entorno. Y la cambian para mejor.

Pero luego están los grandes gestos. Los que tienen poder de cambiar las cosas definitivamente. Y estos días se han dado dos de los que querría que quedara constancia en el blog y que os invito a comentar.

Yo, que vivo en un país que no tiene ministerio de medioambiente como tal (está incluido dentro del Ministerio de Agricultura), no puedo hacer más que quitarme el sombrero con la decisión de Emmanuel Macron de nombrar ministro, y no un ministro cualquiera sino Ministro de Estado, a Nicolas Hulot, destacada voz en defensa del medioambiente. Este periodista, que ahora será el Ministro de Estado de la Transición Ecológica y la Solidaridad, creó en 1990 la Fundación Nicolas Hulot por la Naturaleza y el Hombre, una organización que lleva desde entonces luchando por concienciar, educar y dar a conocer la lucha por un medioambiente mejor.

Es la voz de referencia en Francia en estos temas. Y no es la única, ya que en nuestros vecinos del norte, las reivindicaciones medioambientales tienen portavoces diversos, serios y creíbles, y también mediáticos, que hacen lo posible por concienciar a sus conciudadanos. En España, por desgracia, no tenemos ningún personaje con un carisma parecido que represente la voz de las personas que, como por ejemplo, las que formamos el colectivo Hola Eco, queremos poner la protección de la naturaleza en la agenda mediática.

Que un presidente de la República tenga los arrestos de poner en una posición así de privilegiada a un líder ecologista es una acción que honra al nuevo máximo mandatario francés. Y justo él, Macron, es el protagonista del otro gran gesto que creo que vale la pena resaltar y, sobre todo, copiar.

El segundo gran gesto de Macron es su actitud firme y frontal ante el supervillano ecológico en el que se ha convertido Donald Trump. Digo supervillano, con perdón de otros supervillanos serios, porque cuesta creer que sea un ser humano real.

Donald Trump dirige el país en el que el huracán Katrina se llevó la vida de más de 1700 personas, y ha quedado prácticamente demostrado que si el huracán llegó con esa virulencia a Nueva Orleans fue por el incremento de las temperaturas del agua del mar, que permitieron que se desarrollara con mucha más fuerza y virulencia que fenómenos similares anteriores. Trump es el presidente del país que se desertifica, que sufre sequías intensas y tormentas de nieve espectaculares en grandes ciudades como Nueva York. Y Trump es el presidente del país que, si diera el ejemplo adecuado, arrastraría a otros países del mundo a tomarse en serio el cambio climático. Si no alcanzo a entender como la China que se despierta cada mañana cubierta con un manto de polución densa como una sopa de pollo no es capaz de dar pasos serios y convencidos hacia la reducción de emisiones, menos aún puedo entender que alguien llegue al poder y se retracte de hacer algo por salvar el planeta.

Trump renuncia a contribuir a un mundo mejor por una cuestión de orgullito -¿en qué cabeza cabe que Obama pueda haber hecho algo bien?- y, sobre todo, por una cuestión económica. Veía el otro día a un minero de las minas de carbón de algún lugar indeterminado de la America Profunda celebrando la decisión de Trump de dejar de suscribir los acuerdos de París, y no podía evitar pensar en lo grande que podría ser este planeta si la educación ambiental (y la otra) llegara a ese lugar que se supone que todos tenemos que admirar pero que se va convirtiendo, cada día más, en el tarro que reúne lo peor de todas las cosas.

El gesto de Macron, absolutamente físico y visual (falta por ver si todos estos gestos son, al final, algo más que gestos o se quedan solo en eso), me pareció de una rotundidad absoluta. Una bofetada a con la mano vuelta en la cara de alguien que piensa que, siendo presidente de Estados Unidos, es el rey del mundo. Los franceses bajitos son así, muy chulos. Y, sinceramente, me alegro de que esa pantomima a la hora de dar la mano a Trump en Bruselas, y la contundente declaración en inglés tras las decisión de Trump de menospreciar los Acuerdos de París sirvan al menos para animar e inspirar a los franceses, a todos los europeos y todos aquellos estadounidenses que aún se preguntan por qué tienen a ese señor como presidente, a dar un paso firme al frente, a cambiar su formar de actuar en relación con el medioambiente, a luchar por proteger nuestro planeta y por revertir los dos siglos de uso indiscriminado de energías, recursos y todo aquello que, aunque haya servido para hacernos la vida casi cómicamente cómoda, ha acabo por discapacitar a nuestro planeta y  por poner en peligro quizás no nuestras vidas, pero seguro que las de las generaciones futuras.

Parafraseando a Macron: Make our planet great again

El extraño caso de los animales felices

(El post del que hablo en este texto fue borrado del blog por parte de su autoria un día después de que publicáramos este texto. Nosotros no lo vamos a borrar porque esta reflexión es muy necesaria).

Por mi trabajo, tengo que leer muchos muchos tuits de personas muy distintas. A veces son interesantes, a veces graciosos, a veces claramente sorprendentes. Y a veces, un poco indignantes.

Justo eso me pasó hace unos días con el tuit de una mujer que se quejaba de que la niña de intercambio alemana que iba a venir a su casa «solo quería comer carne de animales felices» (de hecho hasta ha escrito un post al respecto en su blog).  Se da el caso de que la hija de esta bloguera, que forma parte del intercambio, es celíaca y alérgica y la autora se indignaba al entender que se equiparaba, en términos de tener que modificar el menú, una dolencia con una «estupidez» como que los animales fueran felices.

A medida que iba leyendo los tuits de esta autora y las respuestas de otros usuarios, me iba dando cuenta de cuánto queda por hacer para concienciar a nuestra sociedad respecto de los sistemas de gestión alimentaria responsable.

Cuando alguien se ríe de que una niña solo quiera comer «animales felices» (obviamente es una niña y sus conceptos son simples, incluso cursis, por lo que entendemos que a lo que se refiere es que no quiere comer carne de la agricultura convencional, y desde luego, estoy segura de que no está equiparando, pero que está en su pleno derecho de pedir la alimentación que desee), se está riendo de toda una filosofía de vida, en la que a esa niña se le ha inculcado en su familia unos valores respecto a la alimentación.

Unos valores, que por cierto, contribuyen no solo al bienestar familiar, sino a la reducción de residuos y contaminación por metano, y a un sistema de alimentación más razonable en relación al impacto que tiene la ganadería sobre el medio ambiente. Y desde luego, a una ganadería que respeta a los animales. Es tan  básico como comprar huevos de gallinas en libertad (felices para la niña) o gallinas hacinadas en jaulas insalubres.

El problema no es que esté a favor o en contra de la agricultura y la ganadería sostenible. Cada uno puede opinar lo que quiera al respecto, y lo único que podemos hacer desde SyS es intentar concienciar de los beneficios de la misma. Lo que realmente nos preocupa, es que la reacción de esta persona y de muchas de las que le contestaron fuera de mofa. Nos preocupa que considere esta petición una «estupidez» comparable a comer solo alimentos de un color o a otras modas, que ahí sí, considero un poco absurdas en el mundo de la alimentación. Porque lo que está pidiendo esta niña, lo que le han inculcado en su casa, no es un capricho ni un invento, es una conciencia de lo que come, un respeto por los animales y su entorno que más nos valdría tener más a menudo en España. Nos preocupa que el post del blog incida en como madre e hija se reían de la petición de la niña. Nos preocupa lo que implica que un gran número de gente piense que optar por métodos de alimentación más respetuosos con el medio ambiente, con los animales y con la salud sea objeto de burla.

Queda mucho por hacer. Muchísimo. Quedan muchos clichés que romper, muchos estereotipos (del ecologista hippy, del pijo rico que come ecológico por moda o capricho…), y solo espero que, con un poco de suerte, cuando la hija de la autora vuelva del intercambio, la familia alemana le haya hecho entender un poquito más por qué en su casa solo se comen «animales felices» y que pueda transmitir eso a su entorno.