Ahora que somos más bio, seamos más responsables

Después de unos meses sin contenidos actualizados -por lo que os pedimos disculpas- retomamos la publicación de información y reflexiones sobre sostenibilidad con el gancho de la celebración de la 34 edición de la feria Biocultura en Madrid, un referente en lo que se refiere al estado de salud del sector ecológico en nuestro país y que el año pasado reunió a más de 74.000 personas en Ifema.

La buena noticia es que el mercado de la producción ecológica, tanto en el sector de la alimentación y de la cosmética está en buena forma. En esta edición ha participado 750 expositores principalmente del sector alimentario, pero con interesante crecimiento de las empresas de cosmética natural. En cambio, la presencia del sector de la moda ecológica, a nuestro parecer, ha sufrido un cierto retroceso. Probablemente no en cantidad pero sí en calidad. Y no porque la ropa presente no esté hecha con cariño y con una firme apuesta ecológica, sino porque, una vez más, las propuestas que se exponen en Biocultura son poco inclusivas, es decir, son un estilo de ropa que está dirigido a un perfil muy concreto de usuarios y que, probablemente, no seleccionaría el público general, por lo que dificulta la asunción de gestos sostenibles en la selección de vestuario  para aquellos que se están iniciando en uno modo de vida más responsable.

Precisamente, esta orientación menos inclusiva presente en Biocultura es una de las noticias menos buenas de la feria. Si bien es cierto que la parte de la muestra que se orientaba a disciplinas alternativas se ha reducido considerablemente, lo cual contribuye a reducir el cliché por el que mucha gente no se anima a dar el paso hacia la sostenibilidad, aún hay una presencia importante de propuestas de difícil sustento científico, en especial en los talleres, que, en muchas ocasiones, sirven de excusa a los más reacios a cambiar de rutinas alimentarias o vitales para restar credibilidad al movimiento sostenible. También hemos echado en falta otras propuestas vinculadas a la sostenibilidad, como más presencia de soluciones energéticas o habitacionales, finanzas éticas y comercio justo.

Otro aspecto que nos sigue sorprendiendo, un poco para mal, es que muchas empresas que se dedican a producir sosteniblemente se empeñan en centrar su mensaje y su marketing en la salud. Entendemos que es un punto importante para convencer a los visitantes y clientes, pero no siempre es demostrable. En cambio, el impacto positivo en el medio ambiente de este tipo de producción sí es demostrable y también contribuye a la salud, pero a menudo o se obvia o se deja en segundo plano. En según qué productos, no podemos evitar preguntarnos si efectivamente son tan sostenibles como deberían ser o están más pensados para el mensaje de salud, con el objetivo de vender más. A modo de ejemplo, nos sorprendió mucho ver cuántas empresas de cosmética ecológica usaban plástico para sus envases.

Una vuelta de tuerca

Sea como sea, Biocultura crece en número de expositores y de visitantes, y eso quiere decir que el consumo de productos de fabricación ecológica y sostenible también crece en los hogares españoles. De hecho, una buena muestra de ello es el interés de las grandes marcas y de las grandes distribuidoras por ofrecer alternativas ecológicas a sus productos (ya hay yogures de marca comercial ecológicos, cafés de marca comercial ecológicos, sopas y cremas, e incluso marcas blancas bio de gran distribución). Si a los grandes les interesa, señal de que son productos que tienen salida.

Y, obviamente, eso es muy positivo, porque las grandes marcas y los grandes distribuidores pueden poner precios más competitivos que permitan que el gran público se acerque a la alimentación o la limpieza ecológicas, superen el cliché y los prejuicios, y valoren el informarse y sumergirse cada vez más en el modelo de alimentación bio.

Pero los que ya llevamos tiempo en esto tenemos que estar alerta y ayudar a los nuevos consumidores en otro aspecto fundamental: la producción sostenible y responsable de los productos. Uno de los riesgos de la producción biológica en masa para la gran distribución es que, al final, los productores sean ecológicos pero acaben siendo explotados por un sistema de producción injusto. Por eso, el siguiente paso es procurar asegurarnos que lo que consumimos se produce de manera sostenible y justa. Que el boom de lo bio no implica destrucción de zonas boscosas para incrementar la producción ecológica ni implica que los agricultores tengan que producir y vender en condiciones draconianas para que cuadren los números.

No debemos olvidar que sostenibilidad no implica solo el concepto de ecológico o bio, sino que implica que, principalmente, un consumo responsable e informado, unas condiciones de producción seguras para el medio ambiente, que respeten la biodiversidad y la flora y la fauna de los países y que aseguren una vida digna a los productores. Sin eso, permitiremos que el sistema se adueñe de nuestro movimiento, lo convierta en lo que convierte todo, una forma perversa de ganar dinero sin pensar en nada ni en nadie.

Optar por la sostenibilidad, implica cambiar el sistema. Es lento y farragoso y habrá mil obstáculos, pero es importante no perder de vista nuestro objetivo.

 

Lo que queda después de dos meses sin usar champú

Hace un par de meses, y después de leer en varios blogs experiencias 1209571_42118775de (prinicipalmente) chicas que habían dejado de usar champú por razones tanto de salud como de sostenibilidad, decidí hacer la prueba.

No era un reto muy difícil, está claro, porque si la cosa no marchaba era tan simple como volver a usar champú, y tampoco parecía nada tan arriesgado como sugerían los comentarios de mi entorno cuando anuncié a través de Facebook (precisamente para captar reacciones) que dejaba de usar champú.

Los blogs que había leído por ahí ofrecían dos formas de abordar esa decisión: el No poo y el Rinse Only Method (ROM).
El No poo abandona el uso del champú de forma paulatina y lo sustituye por una combinación de bicarbonato y vinagre de manzana.
El ROM abandona el uso del champú de forma paulatina, hasta usar solamente agua en el proceso de lavado del pelo. Ambos métodos dan gran importancia al cepillado,  al masaje en el momento del lavado y la distribución de la grasa capilar a través del repaso mechón a mechón.

Andando justa de paciencia como ando, decidí saltarme lo de «paulatinamente», y además, decidí optar por el ROM (con variaciones) ya que había leído en algunos de los blogs sobre el tema que el bicarbonato y el vinagre protagonizaban un juego de cambios de ph de acidez del cuero cabelludo que no me acababan de convencer.

Así, un buen día,  dejé de usar champú. Cada dos tres días (y después de mi entrenamiento en el gym) me daba solo con agua. Eso sí, con un buen masaje, bien frotadito el pelo, bien seco, y una vez seco, bien cepillado. Cada noche, me cepillaba concienzudamente con un cepillo de cerdas naturales y poco más.

¿Por qué tomar una decisión así? Hay dos tipos de motivos. Por un lado los de salud, es decir, el uso continuado de champús con ingredientes químicos y detergentes, agrede a los aceites naturales de nuestro cuero cabelludo, y tiene efectos sobre la calidad de nuestro pelo,  pero de la misma manera que prácticamente cualquier elemento sintético que usemos en nuestra vida cotidiana tiene efectos sobre nosotros y nuestro entorno.
También están los motivos de conciencia. Lavarse diariamente el pelo implica verter a las aguas de deshecho de nuestras ciudades importantes cantidades de tóxicos y detergentes que van a ir a parar a las cuencas fluviales con su consiguiente impacto en las especies de las mismas y en la calidad de la propia agua.

Y puede que uno lo haga por una combinación de ambos factores, y porque, en un momento dado, se siente a pensar y reflexione desde cuando se ha ido imponiendo el uso de champú de manera cotidiana y descubra que coincide, misteriosamente, con la llegada del marketing al mundo de la cosmética. Lo que nos lleva a preguntarnos ¿usamos champú cada día (o simplemente, usamos champú) porque es bueno, o porque nos venden que es bueno? Basta con preguntar a madres y abuelas cómo cuidaban su pelo antes de la llegada masiva del champú para darse cuenta de que, a lo mejor, no es tan imprescindible. Es más, basta con ver que el uso del champú nos reseca el pelo, lo que provoca que usemos un acondicionador que, a la larga, recomienda el uso de una mascarilla, y así ad infinitum

Lo que más cuesta a la hora de decidir abandonar el champú es, precisamente, luchar contra ese esquema mental que te han metido en el coco que dice que si no te lavas cada día, llevas el pelo sucio. No es verdad. El pelo que no se lava se puede engrasar (especialmente si llevas años sobreproduciendo sebo para equilibrar lo que has quitado diariamente con champús agresivos), y claro que puede acumular polvo, etc, pero eso con un poco de agua y un buen cepillado se va.

Superado el punto de la «comida de coco marketiniana», uno entra en un periodo muy interesante de descubrimientos y sorpresas. Empecé esta experiencia con una melena de casi 40 centímetros, y a pesar de eso, y de la cantidad de pelo que tengo, en ningún momento tuve la sensación de tener el pelo sucio. Ni lo tuve sucio. Los primeros días sí que se notaba algo más pesado, pero lo achaqué a que mi cabeza aún estaba sobreproduciendo grasa. Poco a poco, esa pesadez fue desapareciendo, y en cambio entró en juego el gustazo y la comodidad de ducharte en nada y menos, de no tener que cargar con tropecientos botes de cosas en el gym, etc.

En ese momento, colgué un vídeo en Facebook para mostrarle a la gente que había seguido mi periplo (al que llamé Diario de una desertora del champú), cómo estaba mi pelo a las dos semanas de haberlo abandonado. La sorpresa del resultado para mis «seguidores» fue importante.  Aunque había quien aseguraba que no podía «vivir sin el champú», y que toda esta historia le daba asco, muchos vieron la evolución de mi pelo y se llegaron a plantear si, a lo mejor y solo a lo mejor, tenía yo razón en que esto de lavarse con champú cada día estaba sobredimensionado.

Es cierto que hay momentos de debilidad. O días de esos que los ingleses llaman Bad Hair Day. Entonces entraron en juego tres soluciones: la maizena (espolvoreada sobre el pelo y luego cepillada), como champú en seco, el huevo batido de toda la vida y la infusión de saponaria y hammamelis.

Y sí, efectivamente, he vuelto a usar champú. Pero ni de la misma manera, ni del mismo champú ni por los mismos motivos. Al llegar el calor decidí cortarme el pelo, y para peinarlo me compré una espuma/laca natural de Santé, que incorporaba, entre otros ingredientes biodegradables, la goma arábiga y otras sustancias de origen natural que, al tener una misión fijadora, se quedan en el pelo. Tras un buen cepillado y un poco de agua (en ese orden, para aligerar las sustancias del pelo), quedó bien y con aspecto limpio, pero al paso de los días (casi una semana) lo note ya demasiado pesado.
Con lo cual, decidí regresar al champú (también de Santé, y también basado en sustancias naturales y totalmente biodegradables), para acabar con los restos que hubieran podido quedar.

La sorpresa llegó cuando, al ponerme solo un poquito de champú, la reacción del pelo fue la misma que tenía cuando me lavaba el pelo de seguido, es decir, que enseguida hizo espuma y enseguida estuvo limpio. Eso que dicen las madres de que cuando está muy sucio, el jabón no coge y hay que enjabonar dos veces, no se cumplió. El pelo se comportó como se comportaría un «pelo limpio» al estilo de lo que nos sugieren los anuncios de champús y otros gurús del pelo. Fue una especie de confirmación de qué, efectivamente, mi pelo estaba básicamente limpio.  Cinco días después, sigue exactamente igual.
Ahora, vuelta al agua y las infusiones hasta que alguna influencia externa me recomiende volver a usar champú de forma puntual.

Conclusión: Lavarse el pelo con champú cada día no está hecho para mí, ni para mi pelo. El champú solo tiene que ser un apoyo que se use muy de vez en cuando y respondiendo solo a hechos que lo requieran, y así va a ser en mi caso. Y, desde luego, siempre con un champú biodegradable y formulado con ingredientes naturales, no tóxicos. Desde que no me lavo el pelo con champú, éste está en mejor forma, más sano, con mejor aspecto. Hay menos Bad Hair Days, menos gasto de agua,  menos gasto en potingues y menos residuos plásticos.  Para mi, ha sido un acierto. No lo he hecho siguiendo los cánones pero el resultado es magnífico.

El silencio como bien escaso

Dado que este blog está orientado, principalmente, a los urbanitas, no podíamos pasar por alto uno de los mayores problemas de contaminación y a la vez una de las más baratas y mejores maneras que tenemos los ciudadanos de contribuir a una ciudad más sostenible: el silencio.

En el corazón del concepto de ciudad, y más aún en nuestra cultura de calle y de jarana, se encuentra el ruido. Estamos tan acostumbrados a él que lo que nos sorprende es que, de repente, no se oiga nada.  Aunque nuestro instinto de supervivencia urbana nos haya hecho inmunes al bullicio descontrolado de la ciudad, lo cierto es que nos afecta tanto a nivel psicológico, como a nivel físico. Y además, contribuye a la erosión de las ciudades de forma directa e indirecta, ya que la agresividad que puede provocar en nosotros la presencia de ruido, puede conducirnos a no ser cívicos y por tanto, a tomar actitudes que perturben a nuestros conciudadanos y a nuestro entorno.

Nadie da ya valor al silencio. Y nadie educa en el valor del silencio, lo cual, es más preocupante. Al contrario, se promocionan actividades que invitan al ruido, se disculpan algunas actitudes con cosas como «los jóvenes son ruidosos» o «si vivo en esta calle, es normal que haya ruido en casa».

En el caso de la ciudad de Madrid, la legislación de la comunidad autónoma pone un objetivo de calidad acústica (algo así como el límite máximo deseable) en 73 decibelios, cifra que es válida para zonas industriales (a priori, no habitadas).  En zonas residenciales, el objetivo va de los 55 a los 65 dB. La Organización Mundial de la Salud indica que el límite saludable es de 50dB. O sea, ni siquiera la legislación se ve capacitada ya a recortar el ruido a niveles contrastadamente seguros. Pero aunque existe ese límite, os invito a bajaros cualquier medido de dB a vuestro Android o iPhone. Probadlo en una calle de Madrid, normalita, a una hora del día normalita. La medición oscila entre los 67 y los 74 decibelios, y en según que casos, llega tranquilamente a los 90 dB.  Según está demostrado científicamente, 90dB de forma sostenida, durante 2 o 3 horas al día y durante un periodo de tiempo produce sordera. Estar sometido a ruido por encima del límite de la OMS de forma continuada afecta a nuestro estado de ánimo, a la calidad del descanso y puede conducir a ansiedad, angustia, agresividad, depresión y también a enfermedades orgánicas, sobre todo, las relacionadas con el aparato digestivo.

Pero ya no es solo cuestión del ruido que genera la ciudad en su conjunto. Sino del ruido que generamos nosotros. Hay mucho trabajo que hacer a nivel ciudadano en ese aspecto. En primer lugar, la autocrítica. Escuchemos nuestro hogar. ¿A qué volumen tenemos la tele? ¿Y la música? ¿Cuánto ruido hacen nuestros electrodomésticos? ¿Hay alguna manera de reducirlo?

  • Cambia la aspiradora por la escoba
  • – Reduce el uso del microondas.
  • – Revisa el estado de tus electrodomésticos y cuando se rompan, cómpralos A o A+, ya que producen menos ruido (al cambiar mi nevera hasta me asusté, porque pensé que no funcionaba de los silenciosa que era).
  • – Usa auriculares inalámbricos cuando quieras escuchar música, o ponla a un nivel bajo.
  • – Insonoriza tu casa (será un templo de paz para tí, y no molestarás a los vecinos).
  • – Aísla las ventanas, usa doble acristalamiento (también te permitirá ahorrar energía a la hora de calentar tu casa).
  • – Pon alfombras en el suelo, o elige suelos aislantes del ruido como el corcho o el bambú (que además, es sostenible).

Pero no solo hay cosas «técnicas» que se pueden hacer. Recuerda que tú también produces ruido, y que además, estás conviviendo con otras personas a las que hay que respetar.

  • -Reduce el volumen de los aparatos multimedia, tanto en casa como en la calle, el transporte público, el coche.
  • -Revisa las emisiones de tus vehículos.
  • -Habla en un tono sosegado cuando estés en un espacio público compartido o en la calle.
  • -Educa a tus hijos en el valor del silencio.
  • -No uses el móvil o el reproductor de MP3 sin auriculares.
  • -Al abandonar restaurantes, clubes, bares o instalaciones deportivas durante la noche, reduce el tono de voz a un susurro, recuerda que hay gente durmiendo, o haciendo lo que le dé la gana que no tiene porque aguantar tu euforia.
  • -Conciénciate y denuncia. Si en tu calle hacen botellón, si un vecino tiene la tele a tope a horas que no tocan, etc… Da el paso. El silencio es un derecho al que hemos renunciado demasiado alegremente.

Para finalizar, os invitamos a ver el programa Naturalmente de RTVE, en el capítulo que dedicaron al ruido y la contaminación acústica y reflexionar sobre nuestro papel en luchar contra este fenómeno. Para los que dicen que ser sostenible y consciente es cosa de gente con dinero y que es caro, un nuevo elemento que demuestra que cuidar de nuestro entorno es gratis.